Manuel
Blesa
El
pintor de la interioridad humana
Omnia in
mensura et numero et pondere disposuisti.
«Has dispuesto
todas las cosas con medida, número y peso.» En El
divino Orfeo, Calderón cita este verso sagrado y tan socorrido del rey
Salomón, como una santificación del ascetismo de las naturalezas muertas y de
su composición geométrica.
La sublimación
estética surge inmediatamente de las naturalezas muertas de Manuel Blesa, en
las que predominan los valores grises y argentados. Una atmósfera gris malva lo
envuelve todo. Los objetos irradian desde dentro un destello de transparencia
cuya fuente de luz tamizada es ilocalizable.
Cuidadosamente
planchado en pliegues paralelos, el mantel blanco a menudo simboliza la ofrenda
que une lo profano y lo sagrado; en ocasiones, la horizontalidad del cuadro se
ve truncada por el mantel inmaculado, doblado de lado o ligeramente arrugado.
El artista percibe y fija en un medio horizonal los grises delicadamente
coloreados que produce la luz, los reflejos y la profundidad de la atmósfera.
Aparte de la impresión óptica, recurre a sensaciones olfativas y táctiles.
Orientando la atención del observador, el día se extiende en un reflejo
luminoso, de la hogaza de pan al diente de ajo, de la cesta de mimbre a la
vajilla de barro, y hasta los destellos rojizos de los utensilios de cobre que
brotan de los recipientes a los que el sol se agarra.
Las escudillas, los
cántaros de loza de Manises o de Talavera la Real, tan apreciados por los
iniciados, confieren inmortalidad a sus autores de antaño.
Los diversos
utensilios, jarrones y copas, que componen la antigua «Naturaleza muerta», son
ante todo ofrendas, tal como se ven representadas en distintos estilos sobre
los frescos de Pompeya y de Herculano.
Con su «Búsqueda de
la sabiduría», Blesa recrea el dibujo técnico del ex voto de griegos y romanos.
No podemos por menos de pensar en Piraikos, ese pintor de la Antigüedad citado
por Plinio el Viejo en su Historia natural, apodado por éste el pintor
de los temas sencillos, «rhyparographos». Piraikos reproducía las uvas
con tanta fidelidad que incluso los pájaros del cielo, engañados por el
inimaginable parecido, bajaban a «picotearlas».
Cada composición de
Blesa, lentamente elaborada, es el fruto de una larga reflexión.
La España contemporánea
lo contempla a su manera y lo aprecia de acuerdo con su concepción innata de la
pintura tal como aparece en los «bodegones» del Siglo de Oro.
Expresión del genio
español, auténtico autodidacta, Blesa se cuenta entre los creadores más fieles
a la tradición ibérica.
Si bien el pintor
ha conservado en sus cuadros el significado simbólico que otorgaron a su arte
los hispano-flamencos del siglo xvii,
también ha reinventado y renovado las composiciones de sus predecesores
sevillanos.
Sus naturalezas
muertas, al igual que sus escenas de género, se encuentran, en estos albores
del siglo xxi, entre las obras de
más hondo calado popular de España. Pintor recogido y meditativo, Blesa ha
sabido aislarse y crear sus composiciones en el silencio monacal de su taller,
sin por ello impedir que se trasluzca su ternura hacia el mundo rural de su
infancia y su adolescencia, transcurridas ambas en Aragón, concretamente en
Teruel, ciudad antigua de infinidad de vestigios árabes y de la cual es poeta;
Blesa ilustra la materia terrosa moldeada por los silenciosos gestos de los
campesinos, representando la figura del anciano portador de sabiduría, de
modelado rugoso y agrietado por la luz.
Pero ¿es Blesa un
pintor de escenas de la vida cotidiana, o bien de la naturaleza muerta? Artista
polimorfo, se resiste a estancarse en una fórmula y asimismo pinta retratos.
Privilegia la emoción, y, en la naturaleza muerta, se erige en constructor de
un espacio místico equivalente al recogimiento de una meditación.
Esta gravedad que
aisla a Blesa de los pintores actuales lo sitúa también en la categoría de los
grandes, lo cual se observa a través de su simplicidad. Recordando la reflexión
sobre quienes se entregan a los placeres del «carpe diem», el bastón del pastor
aragonés y sus alforjas, ambos objetos atados juntos, aluden a la pobreza de
los peregrinos de España, y asimismo constituyen los atributos del filósofo
mendigo.
Al igual que el
salmista que reduce a la «nada» la condición humana, la figura del hombre se
halla presente sobre todo en las representaciones de su ciudad natal; aunque el
símbolo de la muñeca descoyuntada sobre las rodillas de una abuela, dos figuras
emblemáticas de un destino, evoque, con una ambigüedad voluntaria, la
fragilidad de la existencia, y la esperanza, esencialmente reflexiva, se
reconozca en el Gran Cristo de madera policroma situado en el centro de su
taller.
Pero, ante todo,
Blesa ha querido reconocerles sus derechos a los objetos, devolverle a la
naturaleza muerta su título de nobleza. Huyendo de los destellos de las
«vanidades» y de las armaduras damasquinadas, sitúa sus escenas fuera del
tiempo, en un contexto que gracias a ello adquiere un valor eterno.
Mundo de tiempo
suspendido...
Mundo detenido...
De duración
indefinida...
Ningún movimiento
altera sus composiciones, cuya impresión horizontal el pintor acentúa con
maestría. Reduce cuanto ve a lo esencial.
El objetivo de este
volumen ha sido reunir varias piezas escogidas de su obra. No ha sido tarea
fácil, pues los cuadros de Blesa se encuentran dispersos por todo el mundo.
Hemos querido
reflejar las distintas fases de su carrera, la evolución de su estilo y de su
arte. Blesa pide que se le dedique tiempo, que el espectador observe sus
cuadros pausadamente, que los paladee uno a uno y, si es posible, a puerta
cerrada, ya que su mundo, tal como él lo ha querido, hecho de silencio y de
pudor, de austeridad y de discreción, pacientemente construido, no puede
descubrirse de golpe.
París, octubre de
2004.
François Antonovich
Historiador del Arte
diplomado en la Escuela del Louvre
Galardonado por la
Academia de Bellas Artes